sábado, 22 de octubre de 2016

Cartas Sin Remitente

De nuevo la triste mierda de siempre. La muy cabrona no traía un remitente. Ya he perdido la cuenta de las tantas cartas que han llegado a mi despacho, las cuales no traen más de una página y pasan de lo absurdo a lo amenazante. Mi esposa sabe del mal semanal pero evito darle detalles.

Cada martes o miércoles no falta la jodida letra diminuta, retorcida y punzante en las ies como en las eles. Me siento estupefacto con algunos párrafos y me he divertido con otros, sin embargo más de alguna vez me han alcanzado escalofríos o sobresaltos que me dejan temblando las manos mientras se me detienen los ojos en palabras como "fascinación" o "exhortación".

¿Qué contienen las cartas? Quizá esa sea una pregunta errónea, más bien habría que preguntarse ¿por qué están escritas de esa manera? Es incluso obvio que la persona a quién estaban destinadas no era a mí, o al menos eso pienso por ahora. Tampoco existe un dato concreto sobre quién las envía o su razón de enviarlas. "¡Qué más da!" me repito consternado muchas veces.


***

Empecé a formular hipótesis. Sin saberlo hice luego rituales. Sin querer, me di cuenta de ciertos patrones en la forma de obtener una nueva carta. Vi por ejemplo que cada primera y última semana del mes, la carta llegaba en martes. Si la carta llegaba en otra semana distinta a la primera o la última del mes, llegaba miércoles. Si el mes iniciaba en fin de semana, todas las cartas del mes vendrían redactadas como máximo hasta la mitad de la página. De lo contrario, si el mes iniciaba entre semana, el redactor se extendía hasta cubrir casi toda la página.

La ortografía del remitente misterioso era impecable. No sabría cómo pero determiné que era un hombre porque se dirigía a sí mismo con tono dominante y jodidamente misógino. A juzgar por los temas que trataba tan dispersos y con tanta versatilidad terminé hallándolo una persona culta detrás de sus retorcidas formas de lenguaje. Jamás se dirigía al destinatario, o sea a mí (voluntaria o involuntariamente) por mi nombre. A veces juraría que entornaba frases tan lógicas y cuerdas que terminaban rompiéndose con alguna idiotez digna de consagrarse, haciéndose el imbécil o simplemente actuando su locura.

Siempre que conversaba con el cartero que llevaba la carta a primeras horas del día (que no era el mismo siempre, porque me explicaron que tenían turnos),  me topaba con el argumento de que ellos solo cumplían con llevar la carta y que desconocían más. La privacidad de los documentos que entregaban era uno de sus más consagrados lemas laborales y que si tenía alguna duda sobre ello, que moviera mi humanidad hasta la agencia postal y emitiera una queja si así lo deseaba.


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El caso de las cartas llevaba poco menos de los dieciocho meses cuando noté algo más sobre estos sobresitos manila color mierda: se estaban haciendo un verdadero problema para mí. Ya se habían acumulado grandes cantidades de polias entre las hojas amarrillentas de mi despacho y mi esposa me importunaba con frases que reflejaban mis ritos y costumbres respecto a estas cartas como "Ya vas otra vez con café a tu despacho, de seguro con la tercera taza leerás alguna nueva cartita de alguien"; o me increpaba con el tedioso "Andas descalzo en tu despacho siempre que has leído esas cartas, ¡qué fetiche el tuyo!, podrías olvidar ya ese asunto y dejar de leerlas"; yo no me había dado cuenta que incluso dedicaba mis tardes de jueves a releer la carta de la semana para mí gusto y gana.

No sabría explicar qué fue lo que me llevó a otra cosa, tengo confusa la memoria. Una noche de viernes luego de hablar del tema con mi esposa y terminar más molesto de lo normal, me llevé todas las cartas conmigo bajo el brazo y salí a toda prisa en el auto. Llegué a la agencia de correo que estaba a unos quince minutos y entré solicitando a gritos que me llevaran al encargado de turno a mi presencia. Rotundo, regordete y sudoroso un empleado levantó el brazo y lo agitó en señal de que le diera un lapso de espera. Mientras tanto decidí volcar el manojo de cartas sobre el mostrador a la vista de otros dos carteros de turno que preparaban un cargamento nuevo de envío. Estos dos empleados me vieron de reojo, se sonrieron, intercambiaron susurros y se fueron rápidamente. Cuando tuve la oportunidad de ver que se acercaba el tipo regordete y con cara de buena gente ante mi solicitud lo noté desconcertado y cuando al fin lo tuve cerca le expliqué mi problema postal mientras él ponía su cara de perfecto imbécil con sus ojos pequeñitos.

Luego de la charla con excesivos detalles con la que argumenté mi desagrado por el error que tuvieron, le cedí la palabra para atender qué escondía tras su mutis. Me vi sorprendido por la facilidad con la que tomó las cartas luego de escucharme y ordenándolas con un par de movimientos en silencio se dirigió a mí con unos gestos similares al que me dio cuando entré. Después dispuso de una hoja de papel carta amarrillenta que sacó de la parte baja del mostrador y con la misma letra que ya conocía a través de las cartas dispuso un texto así: "Tardaste mucho en venir, te felicito, ahora da la vuelta y escóndete. Pero recuerda es mi turno y si tú no venías armado, yo sí."

Las sombras de papel impregnado en mis manos en silencio se quedaron. El hombre de ojos diminutos de pronto se marchó sin haberlo previsto. Un cuchillo pasó bailando sobre mi hombro y al verme desangrando con un corte limpio de la hoja de acero, corrí tan rápido como pude hacia las puertas de la jodida agencia postal. Abrí el carro y al nomás arrancar un puto estallido de escopeta batió el vidrio trasero. Maldije.



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Jamás en mi vida he vuelto a ver al tipo de la oficina de correo que me mandaba las cartas. Y juro que jamás antes lo vi. Ahora jugamos al escondite con mi esposa. Nos mudamos cada dos semanas o antes si notamos algún acercamiento (o carta sospechosa, incluidos los recibos y facturas).

Yo no sé cuánto tiempo más nos queda. Anoche alguien reventó nuestras llantas y ya hemos dejado en menos de diez semanas una enorme cantidad de vehículos, lugares a los que seguro no volveremos y retazos de papel de dudosa procedencia.

Ahora estoy dejando esta carta sin remitente para que cuando alguien quiera saber de mí, cuente que fui un turista forzado y un perseguido sin auxilio, que sucumbió al caprichoso juego de esconderse sin saber porqué. Después de todo ¿quién le creería a un hombre con el cadáver de su esposa en el baúl y con una herida expuesta, sin opción a detenerse por temor a un hijueputa que ni conoce?

viernes, 21 de octubre de 2016

El accidente sin memoria

Daban las tres de la tarde, la calle se silenciaba y el calor seco se enternecía con los ojos de una dama. Ella se alejaba a paso lento. La ciudad se erguía en todos los puntos cardinales y el aire se sentaba a su lado. Se saludaban cerca otras mujeres más bonitas, según le parecía.

De pronto, eran las cinco ya y el trecho recorrido en una sola dirección le parecía apenas corto. Se sentía ansiosa y paranoica, aunque no lo estaba. La gente de pronto empezó a borrarse delante y detrás. Los letreros empezaban a iluminarse y las personas se atravesaban a sus costados en prisas incoherentes sobre neumáticos y sobre baches mal parchados.

Su mirada era liviana, su piel cada vez más nívea. Ella, que no llamaba la atención de ninguno, se dirigía sin rumbo aparente al frente. No volteaba a ver a nadie, así como nadie la volteaba a ver y de pronto, casi a media noche, se frenó para hacer una fotografía mental de su extenso recorrido.

Le arropaban los estupores metálicos de los focos amarillentos. El olor a sangre que manaba de su cuerpo se intensificaba. Los talones descalzos ya gastados y el frío rocío de la madrugada iniciaban en ella una metamorfosis de visibilidad escalofriante.

Casi irreconocible de sí, gritó y gimió. Se calmó conforme la conciencia se reconciliaba con su piel y sus cicatrices. Al verse sola advirtió recuerdos inmediatos, pero no precisos: un carro, llanto y miedo, paramédicos a destiempo, una lluvia que ennegrecía la sangre derramada y una bastarda necesidad de saberse muerta.

Ya casi asomaban las tres de la mañana, el manto estrellado acordonaba la carretera y cuatro jóvenes casi borrachos que viajaban a toda velocidad no la advirtieron por asomo hasta tenerla casi al frente. El auto volcó fuera de la cinta asfáltica. La lluvia asomó y con ella el estallido del tanque de gasolina que arrojó carbonizados dos de los cuatro cadáveres.

La dama, cuyos pies gastados y descalzos había montado un nuevo teatro, se cobraba cuatro almas nuevas. Se incorporó con indiferencia y olvido desde el suelo y empezó otra nueva caminata en la misma dirección para desvanecerse de la escena con sus ropas igual de rasgadas sin saber que doce horas después estaría por despertar de su insomnio maldito otra vez.

miércoles, 5 de octubre de 2016

El Puerto Ahogado

Érase de veces los meses
que contados se hallaban reencontrados,
él en blanco vestido de marinero errante
y ella de sirena la cadera en carmín estrecho.

Dado por hecho el hecho
ambos partieron de la mano al puerto
en busca de un silencio muerto,
según contaba el muro del faro tuerto.

Primero callaba la boca la chica
con un dedo de prisa
y al verla el circunscrito caballero le dijo al oído:

"¿Qué acaban las espumas de tus olas
de ocultarme en esos febriles alfileres,
que tuercen las velas de tu sonrisa
en llana marea tan baja?"

En involuntario gesto disertó la muchacha
y haciendo algarabía de sus manos,
como de sus insinuantes gracias de dama,
movió con tonos enternecidos estas palabras:

"Señor, sé que clamas por un ancla,
y yo, barro de ama de casa excepto en mi alcoba,
vuelco barcos más grandes con mis ojos indiscretos,
veo por tanto que sus mansas algas marinas
esconden algo que al parecer mi piel no termina de sentir."

A lo dicho y sobre la arena grisácea
le revolcó la náusea a los tórtolos,
dando cuenta y vuelta a la realidad
como resaca de tamarindos en alcoholizado fermento.

Dos cuerpos se encontraron dormidos
al infinito tronar de las nubes,
la costa se llenó de sobrenombres para los difuntos
y les llamaron Thanos e Hipnos.

Fueron presas de su talasofilia en los muelles ahogados
y cortaron fustigados los lazos de su amor
sin haber dado fe y legalidad
de quién se quedaría con la casa y quién con el niño...