“Trust your heart if the seas catch fire, live by love though the stars walk backward.”
e.e.cummings.
Piruetas de paca para encontrarse unos buenos Nike o Adidas. A medio uso, son fáciles de hallar a buen costo. Los Puma van bien para las caminatas largas y los Vans para el tráfico de la ciudad (incluso por aquello de los conciertos en viernes en la noche). Con el ruido y la mugre contrastan unos buenos Cat (me veo en la necesidad de aconsejar). Todos se usan y reúsan. Los Jordan van bien para el básquet y los ejercicios, pero ¿qué hay de las actividades que requieren mayor esfuerzo? Para matar o enamorarse nadie te va a recomendar marca o estilo. Yo quiero hacer un recordatorio, porque hubo vez que me contaron sobre esta anécdota (nuevamente la necesidad de mencionar lo que no debería)...
Bajo el arco de las estrellas gélidas de una madrugada triste, como las de abril o junio, iba una familia bajo el techo de los árboles avanzando a trote lento en la vereda. Fue una noche sin lluvia el preludio, pero por muy seco que hubieran deseado recorrer el camino, el rocío fue inminente, como inminente iba a ser el amanecer. El coro de variedad de aves desde lo alto de esos ramajes, contrastaba con la uniformidad de marca que llevaban en sus ropas y zapatos nuestros protagonistas. Sus pachones bien llenos y sus cordones bien atados presagiaban una experiencia como las acostumbradas: una excursión típica de familia citadina al campo abierto, entregados al aire libre y sus maravillas sin concreto.
A unos trescientos metros existían pisadas más cansadas, cuerpos más lejanos, gente que parecía de avance ligero a pesar de lo lento de sus siluetas. Dicha familia avanzaba cada vez más alterada en la oscurana, con el lodo acumulándose más y más en sus suelas y el ánimo cada vez más borroso por encontrarse con la foto que los premiara en algún certamen, de esos que se hacen en la ciudad.
Se asustaron los dos mayores (los progenitores), al ver cada vez más próximas las formas humanas de un grupo que los parecía triplicar en número, quienes sin apariencia de cansancio ni falta de ritmo se mezclaban mejor en el ritmo del bosque. Susurraron y prefirieron continuar, solo advirtiéndose el uno al otro con la mirada, resguardando a sus tres hijos delante y sugiriendo no voltear a ver ni preguntar.
¿Quién aparte de ellos podría andar a esas horas tempranas entre la maleza y aquellas tierras dignas de un bellísimo y selvático páramo extraviado de la civilización?
Tras el avance y unos quince minutos de marcha, se vieron alcanzados por escasos pasos y como es fiel tradición citadina tener temor al paso que se aproxima tanto en espacios pequeños, se tomaron de la mano todos y se pegaron a los troncos de la derecha. Rezaban mentalmente por que no se detuvieran aquellos espesos pasos que siempre les parecieron conocer mejor el área. Y así fue.
El grupo que les dio alcance iba uniformado también, ni titubearon ni se detuvieron junto a la pequeña familia citadina. Junto a su proximidad y rebaso por la izquierda llegó la salida del sol. Quienes les parecían asediar tenían rostros asediados, cansados, heridos, avergonzados. Sus trajes característicos constaban de atuendos multicolor y ordenados en trazos lineales y serpentinos, además, llevaban consigo unos caites de cuero y caucho que parecían levitar sobre el fango y las raíces, muy ligeros y casi sin mancha. A esta multitud le acompañaba una cantidad de murmuraciones en un idioma que era como piedritas desprendiéndose en una ladera. Los protagonistas empezaron a hacer más cortos sus pasos, observándolos cada vez más con mayor detenimiento, poniendo especial atención a los detalles que llevaban consigo.
La foto que consiguió aquella familia valió el susto de la persecución paranoica en aquella madrugada. Dentro de un marco muy bonito, dorado y estilizado de formas barrocas, se veía el desplazamiento de esa otra y numerosa familia indígena, llevando entre varios dos féretros de niño, la luz y el enfoque del amanecer permeaban entre los ramajes verdes y contrastaban perfectamente con los coloridos trajes de la región que usaban, sin embargo, resaltaba aquel andar de caites brevísimos al trote, a un paso tan suave que no arrastraban grava, solo dolor, como el de sus rostros cabizbajos, excepto por el de un señor con sombrero, quien lloraba frente al lente silenciosamente, en el plano más próximo por la izquierda. No entendían mucho de fotografía ni de lo que realmente ocurría en el momento en que sacaron la foto, pero estaban participando ya.
El padre de familia se llevó consigo el cheque del premio ganador y festejaron con una comida rápida en casa. Mientras tanto, en ese instante, el padre de familia que se robaba el primer plano de la foto, el único que no bajaba la mirada contra el obturador, perdía su último aliento; yaciendo, se iba recordando del día camino al entierro de sus dos hijos más pequeños, y que estaba por pedir respeto a un grupo de curiosos que arrojaban luces desde su cámara al verlos andar, se acordó que iba a mover sus labios, pero estaba seguro que aquellos no le entenderían, ni su idioma ni su dolor, un dolor más profundo que el que se lo llevaba ahora junto a sus hijos.