Eran la pianista y el lustrador, dos personas que trabajaban en el mismo lugar, ella adentro del teatro y él en las afueras y a la interperie. No eran tan distintos uno del otro mas no se conocían. Tenían años de verse el uno al otro previo a cualquiera de las funciones de música clásica, pero siempre los dividía una distancia prudente y un reloj sin admisión a una charla. Nunca habían palabras de por medio en aquellos encuentros y las miradas de ambos no se cruzaban jamás por el hado de los dioses.
En sus tiempos libres, el lustrador se acercaba al teatro por empleo adicional, pues uno de los dirigentes de danza interpretativa le preparaba las zapatillas que sus bailarinas usaron la noche anterior. Era un ritual de cada jueves en la parte trasera del teatro. El lustrador atendía con gusto y deleite su trabajo de par en par y por ello cobraba poco al dirigente artístico, el cual, invitaba confianza en sus mañanas juevídicas al hablar de sus experiencias personales con el lustrador. Casi siempre era el lustrador quien escuchaba y el que respondía con monosílabos a las exageradas y extravagantes vivencias del dirigente, pero le divertía pensar que a él también podría pasarle algo similar entre sus cotidianidades.
Por otro lado la pianista, era una joven mujer, con una vida casi normal a la de las muchachas de su edad, de no ser porque vivía sola, realmente pasaría desapercibida cualquier día de la semana como una chica moderna nada más. Sin embargo su pasión por la música clásica la llevó al teatro donde daba interpretaciones magistrales de músicos como Mozart o Bach, dejando atrás los atavíos universitarios de los que dependía por las mañanas y parte de las tardes. El mero placer de acariciar con sus dedos cada tecla del piano no era lo que sustentaba su supervivencia diaria, pues eran sus padres y una beca de estudios en ingeniería, quienes le ofrecían el sustento y la vivienda necesaria. Pero de cualquier forma terminaba obteniendo una décimo cuarta parte de las entradas a sus funciones y con eso era feliz, no por el dinero sino porque sabía que conmovía a alguien más que a ella misma con esas melodías.
Sabía el lustrador que si seguía enfocándose sólo en su trabajo, nunca mejoraría su condición de vida, sería algo que se reprendería a sí mismo en lo que le quedaba de existencia.
Sabía la pianista que si sus padres se enteraban de sus actividades en el teatro le reprenderían por no enfocarse totalmente en su carrera.
A diferencia de la pianista, el lustrador era un joven dedicado y entregado a su trabajo más que a sí mismo, no gozaba de tiempos libres ni de otras actividades que no fueran brindar brillo a botas, mocasines y tacones. Él labraba fervientemente y con gozo los colores más relucientes. Él se sentía conforme con lo que había logrado pero no se sentía de igual forma con hacerlo de la misma forma toda su vida, quería una casa propia, una familia y por lo menos ropa a su medida, ya que lo que lo arropaba era en su mayoría regalo de algún cliente conocido, alquilaba el mismo cuarto desde hacía años y lo más cerca que había tenido a una mujer era una compañera de primaria que lo tomaba de la mano en los recesos, sin contar a su fallecida madre con quien vivió hasta su pubertad y le abrazaba como recordándole que por ser su único hijo, era más madre que otras.
Mas a pesar de esas diferencias, el lustrador y la pianista tenían cosas más importantes en común. Ambos eran artistas, él con sus manos, ella con las suyas; el trabajo de uno dependía del otro, él permitiendo un lustroso paso a quienes visitaban el teatro y ella provocando la admiración en el conglomerado que llegaba al teatro. Y lo más insólito, el Amor, ese de respeto y admiración que llevaban las miradas de él hacia ella, y esa ternura comprensiva que deshojaba ella en sus ojos por él. Eran pares y pareja, sin saber que se tenían el uno al otro.
Y existe ese incómodo sentimiento de intentar amar, de querer amar, de saber a quien amar, pero no poder hacerlo, porque decirlo es fácil, pensarlo aún más, pero tener la oportunidad de expresarlo, duele no tenerla.
Mas fue en una mañana de jueves que las cosas cambiaron. La pianista tenía vacaciones en la universidad y decidió poner su tiempo libre en innecesarios ensayos. Entonces allí estaban el uno y el otro, compartiendo escena, sin verse. Tuvo la oportunidad el lustrador de hacer su trabajo, al lado del dirigente de danza, mientras que la pianista salía en ese momento a tomar un descanso. Para tan escasa presentación el dirigente apenas intercambio gesto de manos, un saludo de boca sin aliento y fue presa del sueño del encuentro de dos almas torturadas a la soledad.
La pianista ridiculizó el emotivo encuentro de ojos con el lustrador, haciendo de su cabello el escudo de sus sonrojadas mejías, así como el lustrador fingía la más grave de sus notas guturales mientras se le asomaba el timbre de niño alegre, con el más breve de los saludos a la pianista que tanto había querido encontrar sobre su rutina.
De pronto giró todo el mundo para ambos, nada pudo ser lo mismo desde ese saludo-despedida. El arte se apagó en las manos de cada uno y se encendió la ilusión de cariños sin compromisos.
Primero fue la pianista y luego el lustrador. Causa y efecto sin relación que atormentó a cada uno su corazón.
La pianista empezaba una noche de estelares interpretaciones, era una constelación de ambiciosas creaciones musicales, era amor en el aire. En cambio el público recibió a una novata de dedos quebradizos, barrocos aires descompasados y unas pausas sin excusa ni perdón al recuerdo de sus autores originales. La escena se repitió una vez y hasta diez. La pianista se alejó del teatro antes de que la corroyera el fracaso inédito y la despedida fue sin palabras ni papel.
El lustrador empezaba con unas botas en betún azul sobre un fondo café, era una noche de mucha luz, sin equívocos al color ni al tardío desafío de tacones rojos que terminaban negros en altos ángulos refregados, era una orquesta de desorientada determinación. La escena se repitió una vez y hasta diez. El lustrador se alejó del teatro antes de que lo alcanzara la mala fama y la pérdida de hasta el más frecuente cliente y la despedida fue sin palabras ni papel.
Al tiempo la pianista fue ingeniera y a su vez el lustrador un destacado trabajador de banca. La ingeniera y el trabajador de banca no se parecían mucho. Habían cumplido sus cometidos en la vida sin pedirlo. El amor es el final más bello del arte. El arte abraza en sus dedos con sustento pero sin fuerza siempre al amor, sabiendo que de enterarse el amor lo libre que es, escapará en cualquier momento oportuno o no.
La ingeniera visitó una agencia de banco, pidió hablar con el encargado de turno, el trabajador de banca le entrevistó directamente en su oficina. Ni él fue feliz ni ella salió satisfecha. Las personas que antes fueron presentadas como lustrador y pianista ahora eran sombras expectantes del beso exagerado de números y reclamos de una tarjeta de crédito con moras. Ella le tocó la mano al despedirse y el devolvió el gesto.
Si el amor fuera tacto nada más ahí mismo habría amor. Pero sólo se quedaron sepultados ahí: el mejor lustrador y la mejor pianista. Se murió el arte y con él, el amor. Ese es el éxito del destino para los dos.
En sus tiempos libres, el lustrador se acercaba al teatro por empleo adicional, pues uno de los dirigentes de danza interpretativa le preparaba las zapatillas que sus bailarinas usaron la noche anterior. Era un ritual de cada jueves en la parte trasera del teatro. El lustrador atendía con gusto y deleite su trabajo de par en par y por ello cobraba poco al dirigente artístico, el cual, invitaba confianza en sus mañanas juevídicas al hablar de sus experiencias personales con el lustrador. Casi siempre era el lustrador quien escuchaba y el que respondía con monosílabos a las exageradas y extravagantes vivencias del dirigente, pero le divertía pensar que a él también podría pasarle algo similar entre sus cotidianidades.
Por otro lado la pianista, era una joven mujer, con una vida casi normal a la de las muchachas de su edad, de no ser porque vivía sola, realmente pasaría desapercibida cualquier día de la semana como una chica moderna nada más. Sin embargo su pasión por la música clásica la llevó al teatro donde daba interpretaciones magistrales de músicos como Mozart o Bach, dejando atrás los atavíos universitarios de los que dependía por las mañanas y parte de las tardes. El mero placer de acariciar con sus dedos cada tecla del piano no era lo que sustentaba su supervivencia diaria, pues eran sus padres y una beca de estudios en ingeniería, quienes le ofrecían el sustento y la vivienda necesaria. Pero de cualquier forma terminaba obteniendo una décimo cuarta parte de las entradas a sus funciones y con eso era feliz, no por el dinero sino porque sabía que conmovía a alguien más que a ella misma con esas melodías.
Sabía el lustrador que si seguía enfocándose sólo en su trabajo, nunca mejoraría su condición de vida, sería algo que se reprendería a sí mismo en lo que le quedaba de existencia.
Sabía la pianista que si sus padres se enteraban de sus actividades en el teatro le reprenderían por no enfocarse totalmente en su carrera.
A diferencia de la pianista, el lustrador era un joven dedicado y entregado a su trabajo más que a sí mismo, no gozaba de tiempos libres ni de otras actividades que no fueran brindar brillo a botas, mocasines y tacones. Él labraba fervientemente y con gozo los colores más relucientes. Él se sentía conforme con lo que había logrado pero no se sentía de igual forma con hacerlo de la misma forma toda su vida, quería una casa propia, una familia y por lo menos ropa a su medida, ya que lo que lo arropaba era en su mayoría regalo de algún cliente conocido, alquilaba el mismo cuarto desde hacía años y lo más cerca que había tenido a una mujer era una compañera de primaria que lo tomaba de la mano en los recesos, sin contar a su fallecida madre con quien vivió hasta su pubertad y le abrazaba como recordándole que por ser su único hijo, era más madre que otras.
Mas a pesar de esas diferencias, el lustrador y la pianista tenían cosas más importantes en común. Ambos eran artistas, él con sus manos, ella con las suyas; el trabajo de uno dependía del otro, él permitiendo un lustroso paso a quienes visitaban el teatro y ella provocando la admiración en el conglomerado que llegaba al teatro. Y lo más insólito, el Amor, ese de respeto y admiración que llevaban las miradas de él hacia ella, y esa ternura comprensiva que deshojaba ella en sus ojos por él. Eran pares y pareja, sin saber que se tenían el uno al otro.
Y existe ese incómodo sentimiento de intentar amar, de querer amar, de saber a quien amar, pero no poder hacerlo, porque decirlo es fácil, pensarlo aún más, pero tener la oportunidad de expresarlo, duele no tenerla.
Mas fue en una mañana de jueves que las cosas cambiaron. La pianista tenía vacaciones en la universidad y decidió poner su tiempo libre en innecesarios ensayos. Entonces allí estaban el uno y el otro, compartiendo escena, sin verse. Tuvo la oportunidad el lustrador de hacer su trabajo, al lado del dirigente de danza, mientras que la pianista salía en ese momento a tomar un descanso. Para tan escasa presentación el dirigente apenas intercambio gesto de manos, un saludo de boca sin aliento y fue presa del sueño del encuentro de dos almas torturadas a la soledad.
La pianista ridiculizó el emotivo encuentro de ojos con el lustrador, haciendo de su cabello el escudo de sus sonrojadas mejías, así como el lustrador fingía la más grave de sus notas guturales mientras se le asomaba el timbre de niño alegre, con el más breve de los saludos a la pianista que tanto había querido encontrar sobre su rutina.
De pronto giró todo el mundo para ambos, nada pudo ser lo mismo desde ese saludo-despedida. El arte se apagó en las manos de cada uno y se encendió la ilusión de cariños sin compromisos.
Primero fue la pianista y luego el lustrador. Causa y efecto sin relación que atormentó a cada uno su corazón.
La pianista empezaba una noche de estelares interpretaciones, era una constelación de ambiciosas creaciones musicales, era amor en el aire. En cambio el público recibió a una novata de dedos quebradizos, barrocos aires descompasados y unas pausas sin excusa ni perdón al recuerdo de sus autores originales. La escena se repitió una vez y hasta diez. La pianista se alejó del teatro antes de que la corroyera el fracaso inédito y la despedida fue sin palabras ni papel.
El lustrador empezaba con unas botas en betún azul sobre un fondo café, era una noche de mucha luz, sin equívocos al color ni al tardío desafío de tacones rojos que terminaban negros en altos ángulos refregados, era una orquesta de desorientada determinación. La escena se repitió una vez y hasta diez. El lustrador se alejó del teatro antes de que lo alcanzara la mala fama y la pérdida de hasta el más frecuente cliente y la despedida fue sin palabras ni papel.
Al tiempo la pianista fue ingeniera y a su vez el lustrador un destacado trabajador de banca. La ingeniera y el trabajador de banca no se parecían mucho. Habían cumplido sus cometidos en la vida sin pedirlo. El amor es el final más bello del arte. El arte abraza en sus dedos con sustento pero sin fuerza siempre al amor, sabiendo que de enterarse el amor lo libre que es, escapará en cualquier momento oportuno o no.
La ingeniera visitó una agencia de banco, pidió hablar con el encargado de turno, el trabajador de banca le entrevistó directamente en su oficina. Ni él fue feliz ni ella salió satisfecha. Las personas que antes fueron presentadas como lustrador y pianista ahora eran sombras expectantes del beso exagerado de números y reclamos de una tarjeta de crédito con moras. Ella le tocó la mano al despedirse y el devolvió el gesto.
Si el amor fuera tacto nada más ahí mismo habría amor. Pero sólo se quedaron sepultados ahí: el mejor lustrador y la mejor pianista. Se murió el arte y con él, el amor. Ese es el éxito del destino para los dos.
«Engraxando», obra del artista brasileño JoÃo Bosco Campos.
Un especial agradecimiento a Nena G. Sara Inspirations por su original interpretación y unión de ideas.