Intuí tus palabras
en la incomprensión absoluta
de tus desatenciones
cuando el reloj marcaba ocho.
En las revueltas palabras
que entonaba mi silencio
se descubría tu voz
en plan de alejarse.
Entonces consternado
velé tus peores aficiones
por ser distinta
entre las nueve y las diez.
Sin luz y sin paz
mi sueño te reclamaba,
como otras veces
ya mala o ya mía.
El dolor de mis manos
aprendió a susurrar entonces
el miedo al mar
de tus islas en mi cama.