Terminando una conversación telefónica, decidí alejarme del celular cuanto antes, no fuera que sonara de nuevo y el número tampoco fuera el que esperaba. Pronunciar esas palabras recias por segunda vez me retorcerían la voluntad, sé hasta donde puedo llegar, me conozco, mi límite estaba en esas frases de despedida: "Mañana hablamos de esto, es lo mejor para ambos. Buenas noches."
Avanzaba la luna sobre esa bóveda marina de estrellas. Mi pensamiento divagaba en los fragmentos de cariño que revivieron al enfrentarme a esa llamada. Me sentí víctima, un alma torturada por el desencanto de esa febril ocasión. Ella aún me gustaba y detestaba no poder demostrarlo. Me fascinaba el bailar de su voz en mi oído, yo la disfrutaba tanto como la sufría. Pero tanto divagar en el mismo tema me desgana y otra vez el sueño se le antoja a mi cuerpo cansado.
Fui a buscar un espacio en mi rutina, un frágil momento de desahogo, mi paz. Al llegar ese momento supe que estaba solo, que las palabras que pronuncié en aquella conversación fueron el desgarro de mis sentimientos y que no por ser hombre, debía contenerlos más. Así, solo lloré sin lágrimas, suspiré y tomé una hoja de papel en blanco. Era inmutable a primera vista, blanca, hasta inspiradora pensé.
La hoja permaneció tendida frente a mí, y también admiré con dolor sus defectos de fábrica. Fueron minutos u horas, desafié mi conciencia a perderse en la hermosura de la blanca hoja en lugar de canalizarla al tiempo que tenía antes de llegar al trabajo. Sabía que la hoja deseaba ser escrita y yo sabía que algo debía escribirle, pero no fue ese el momento oportuno.
En algún momento tuve que correr a la jornada que tenía por delante. La hoja siguió tan vacía como estaba, pero es lo que yo pensaba y no lo que realmente sucedió.
Varias veces luché en mis noches por dejar de soñar esos encuentros frenéticos y apasionados con mi ex novia. Borraba en cada amanecer los rastros de frustración que me provocaba ver mi cama tan vacía como la veía antes de dormir. Aquella última abordada a la comprensión que tuve no acabó bien y la culpa asomaba persistente.
Aún viviendo como vivía esos días y noches, sacando de mi maletín la misma hoja siempre que tenía tiempo y motivación de escribirle, no podía alejarme de los sueños o de los desvelos, sosteniendo el celular sin tener el placer entero de hacerle una llamada. No vi el cambio en mi rutina, no vi el milagro del tiempo obrando en mi ritual de sacar y meter la misma hoja de papel.
Hubo un día distinto a todos aquellos, avanzaba más el otoño que el verano, era un sábado en el que todo lo quise hacer sin prisas, pasear por el atrio de la parroquia y alejarme hasta el parque para ver si en esa ocasión podría transformar el silencio de ese papel blanco en algún verso que me la devolviera.
Al encontrar la solitaria banca bajo la oscura sombra de esos pinos y el extraño claro que se formaba de entre las hendiduras de sus ramas, extraje con apacible gozo la hoja. Esta vez era muy distinta, la podía leer, la podía escuchar casi. Ya no era blanca para mi, no era un papel más y no podía reconocer en ella el papiro original de hacia algunos meses. La observé con toda la atención que había dejado de darle, la volteaba y aún así mi asombro no cesaba, ¿cómo pudo perder su aspecto de perfección?
Noté sus bordes gastados, estaba erosionada por torpes dobleces en las esquinas, cubierta de polvo que era propio de su superficie ahora, con una textura de suave espesor y frágil movimiento a la vez. Ya no era blanca y limpia, más bien era pálida y densa al enderezarse contra el viento, de contrastes amarillos como dibujando un borde sepia donde el corte perdía su frontera.
La admiración fue intensa, pensé en la desatención de mi parte, en el tiempo que transcurrió desde que la saqué de mi maletín por primera vez; realmente habían avanzado las semanas y los meses. Sabía que mi mano sostenía como en otras veces la pluma contra el mar de miedo e inspiración que atropellaba el momento, pero sin más prisa la volví a poner en su lugar, esta vez ni siquiera pensé en mancharle.
Se me introdujo una sola idea sensata: guardarla. Imaginar que esta hoja había cumplido su cometido, así como mi último noviazgo. Algo debía aprender con mi desatención. Todo lo que ocurrió fue para enseñarme algo nuevo y que me ayudaría emocionalmente.
Quise evitar todo mi ambiente, el calor y el aire seco frotaban mi espalda, y era propicio acariciar el papel por más tiempo, de no ser por esos pasos. El andar pausado y vívido de unos zapatos con tacón. La curiosidad redireccionó mis ojos, separó mis manos de papel, revivió a este poeta sin canción. Ella entró en la escena menos esperada. Venía sola y con una desconcertada mirada, como descifrando al hombre que encontraba solo en el parque. Habló de estados de ánimo y saludos tímidos. Habló poco porque se notaba que prefería escuchar algo. Cuando yo tuve la oportunidad de expresarme, lo hice sin papel, lo hice luego de decir "hola", lo hice sin miedo a su reacción. Lo hice porque la amaba tanto como le amo hoy.
Separé mis labios de los suyos, aún más satisfecho por la forma en que me correspondió. Sabíamos ambos que era una cita para reconquistar el amor que perdíamos en medio de la monotonía. Sabíamos que empezábamos a hacer el arte de un óleo sin pintura.
Caminamos de regreso a casa, conociendo la debilidad de nuestra relación. Pero ella nunca se enteró de la prosa que plasmé en su ausencia, no vio como inspiró al blanco de aquella hoja. Incluso yo me perdí en el elixir de amante afortunado, dejé de lado el delgado lienzo cuando me alcé sobre la encantadora sonrisa de mi dama. No sé de su rumbo. Y aunque perdí el resultado de todos mis esfuerzos, estas frases no me devolverán la vida que gasté en silenciar los deseos grabados en aquel papel arrugado.
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