Hay pobreza entre mis manos
y bien quiero que lo sepas,
que me queda tu acento mal imitado
vibrando en este cuarto,
como el aroma a tu ropa de noche
anunciándome tu más grave falta.
¿Qué deleite te apacigua la calma
de no encontrarme al final de tu almohada
o qué madrugada se te antoja en la espalda
para obligarte al orgullo marchitado?
Deben ser la luna y el viento en tu cara
quienes atan tus caricias ciegas.
Bendito el bien que vele por ti
cuando me sobran las dudas
sin embargo, que te quede claro,
que recitar tu nombre sigue siendo sagrado
aún en la boca miserable que esculpen mis labios
y aún en Lourdes que recoge mi llanto.
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