Participé en el asalto. Silbaban las balas, a veces arriba, a veces a la derecha. Volaban vidrios por el lugar y la sangre saltaba fuera de sus tuberías. Silbaban las balas, ahora atrás, a la izquierda y atrás. Yo disparé. Si me aferraba al gatillo era porque las balas ahora estaban cerca, abajo, dos pisos abajo y luego por la puerta donde quería salir. Les dije a todos que yo los pensaba sacar ilesos, sabían que les mentía y aún así disparaban por mi ideal.
Participamos todos y todos corrimos hacia la muerte, la arrastramos con nosotros como se arrastran las sombras, como se encara el miedo a dormir y amanecer orinado. Silbaban cada vez menos las balas. Cada vez era menor el miedo en sus caras, quizá porque los tumbados ya habían leído en los diarios de la semana de casos como el de hoy.
Se acabaron los casquillos cayendo, las balas silbando. Entonces llegaron las sirenas con socorristas, las mantas para tapar las caras. Y después de la limpia de víctimas sobre la plaza financiera, emergí yo. Un poco más delgado, un poco más callado. Creyeron caídos a todos y aún así me salvé. Pasado mañana hallaré otros amigos a quienes compartir de los silbidos que recibimos todos hoy, y de cuánto me gustaría llevarlos conmigo a otra portada en el diario, ora como anónimos autores otrora como famosos cadáveres que silbaban fuerte en carne ajena.
Hoy fueron mil doscientos quetzales, pasado mañana con algo más de suerte quién sabe cuánto y con quiénes.
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