Fue desde pequeña que Silvia conoció y se cuidó de aquellas ocho patitas, que según ella, siempre habitaban en un rincón alejado bailando sobre telas blancas. Tenía más claro que el agua sus agudos conocimientos de exterminio por su experiencia, pero le reproducía un terrible asco tener que saber lo que otros sabían de arañas, quizá para sentirse segura para sí misma pensando que no existían tantas como se mencionaba, o la sencilla y apasionada fobia le impedía verlas en ampliadas fotos con datos científicos, porque, qué podría tener de científico un insecto destinado a clavar sus colmillos en vidas humanas.
También fue ese temor instintivo e improvisado lo que le llevó a conocer a su esposo como tal, Adrián. Del mencionado encuentro con Adrián, rescata con sus amistades, que no fue más que la obsesiva pasión extendida como red en aquella oficina, de su entonces jefe. El show fue acrobático, y de no ser por Adrián, Silvia hubiera conocido de bruces el final de su maniobra, cuando al presentarse para hablar del mal récord de ventas que llevaba el departamento y cuanta porquería financiera se encerraba en medio de aquellos papeles resaltados con números rojos, se detuvo en silencio para asomarse a la telaraña que alojaba presas y sobre todo, al cazador en pleno movimiento arácnido y repulsivo. De puntillas, sin zapatos de un momento a otro, salto sobre el estante, un seco asesto contra la residencia del arácnido y los brazos de Adrián apenas previos al suelo, después de eso... boda y dos hijos.
Había conocido otras plagas, por supuesto que sabía bien de la existencia de ratones, cucarachas y alacranes, de sus nidos y de su modus vivendi, en casas y en exteriores, enjambres que adornan las ventanas, del escurridizo mapache noctámbulo y de la serpiente que llegó al jardín cuando ensimismada en la rutina recortaba su rosal. Pero de eso, nada le perturbaba tanto como aquella manifestación de boca de tijera, entre ocho columnas delgadas y lúgubres en aspecto de acecho, a veces rápida y reptante entre rincones, desafiando la gravedad, otras veces estática, lenta, paciente a quién sabe qué. Desde niña las apreció y aborreció, su instinto le dictaba erradicarlas y sobre todo alejarlas de sus telarañas, como si eso les quitara la vida con más efectividad que un apretón de suela de zapato.
La vida se cansa, le jugó una broma, una terrible al no querer enterarse más de lo que experimentaba ella misma con las arañas, prefería animarse con su realidad, pensar que era verdad lo que ella quería que fuera verdad, pensar que esos detestables animales de mortal vitalidad, sólo eran reales en sus telas o cerca de ellas, una triste irrealidad de mentiras que se llevó hasta el último día que existió.
Y ese día, no tardó, era una madre joven aún; adormecida en sus quehaceres, Silvia dejó ir a sus hijos y esposo como cualquier otra mañana. Se asomó al jardín para limpiarlo en la rutina que se asignaba y en el extremo de la cerca vio una araña. Esta vez detuvo con atención su mirada, sus pasos fueron secos y lentos como para no dejarla ir, ésta era más singular, nunca la reconoció en sus recuerdos, no la vio existir. Su cotidianidad de hacer pedazos sus cuatro pares de patas sobre el abdomen empezaba a maquinarse, aunque con más cautela que otras veces.
La impresión fue ingrata, no encontró una sola telaraña cerca de aquel infeliz visitante. Se la imaginó saltando de su sitio, pero no pasó nada en aquella proximidad. Escudriñó más tranquila, buscó hasta en la entrada de la casa, y por sobre la cerca del vecino sin detectar telaraña alguna. El morbo tomó lugar del pánico al ver que mientras ella se movilizó por todo el lugar, la pequeña criatura no había cambiado su posición ni un poco. Tan negra y tan simple, se la imaginó muerta ya, tanto mejor que un médico delegando un acta de defunción.
Más impaciente que decidida dirigió la mano al abdomen ovalado de la trepadora inerte, luego de pensar si iba por un frasco o la tumbaba inmediatamente a golpes. Adivinó entonces su muerte el insecto y se relajó como lo hubiera hecho otro por instinto de sobrevivir. Ante el gozo estético que le brindaba el tatuaje rojo que veía, recubriendo el negro trasfondo, se paralizó más de deleite que de miedo, porque la pensó muerta quizá y no sabía de aquella letal arma de la naturaleza que recogió sin pensar en veneno como con otras. Sin saberlo fue una picadura en su palma la que se llevó su alma. Mientras ella admiraba al inmutable insecto, que permanecía estático, a la visión de quien no tardaba en morir sin saberlo. Porque siempre escapó de conocer lo que debía de ésta y ahora el inoportuno viento le propinó el fin que le demostraba su error, evadiendo saber sobre el reloj de arena que su existencia nubló.
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